domingo, 25 de noviembre de 2007

Poemas del desarraigo

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Así titula Ivis un conjunto de siete poemas publicados en su blog Memorias de una cubanita que emigró con el siglo, el 28 de julio de este año. De haberme visitado a mí su musa no los hubiera escrito mejor, aunque comparta como ella esos y otros sentimientos tan encontrados. Te felicito.

Gracias, Ivis, por permitirme reproducirlos en esta entrada.


Destierro

¿Cómo podrías entender lo que siento
si no escuchas la lágrima que cae
de mi ojo al universo?

¿Acaso has llorado alguna vez
por un pedazo de tierra?



Poder estar dormida

Los cubanitos duermen y se quejan
de que por esta causa
no pueden asistir
al feroz espectáculo de la vida.

Que se pasan los años
entre arroz y frijoles
y colas para todo.

Y yo que en teoría
ya puedo estar despierta
y sonrojarme con recato
o reír con alevosía,
daría cualquier cosa por
poder estar dormida.



Cuba

Cuba me aparece en la distancia
más presente que nunca, más futuro
todos queremos verla, todos
nos preocupamos por su estado,
por su mala salud de viejecita.

Sabemos que la vida en Cuba puja
por salir a la luz.
Hay vida en mi planeta Cuba
vida latente, más vida que nunca
vida microscópica en un caldo
rancio y pobre, plagado de miserias.
Hay más vida en mi isla que en cualquier
aséptico país del primer mundo.

Amo a Cuba desde la lejanía
no es posible quererla de otro modo.
Cuba me hace llorar, nos ha expulsado
sin saber que se iba con nosotros.

Me hurgo en los bolsillos y la encuentro
no me deja de noche ni de día.

Cuba es mi sangre y mi familia toda.



Tierra-madre

Quienes viven aquí intentando amarse
y escriben poesía, son fantasmas.

Aquí la poesía sabe a mierda,
lo digo sin tapujos, sin consuelo.

Tan bien que sabe allá una decimita
pero qué amargo sabe todo el resto.

Aquí el café es muy bueno, y el pan, y el vino.
por eso me emborracho y me atiborro
de cosas que me nublan el recuerdo
para no verte a ti, madre querida,
para no sospechar que pasa el tiempo
y me olvido de mí y de tí completa.

Me olvido de que un día fui sincera:
ahora me maquillo en las mañanas,
como autómata, salgo a la rutina.

Y te beso en la sien, para borrarte
y me lavo los dientes, y te olvido.


Pobres

Quiero saber por qué
llevo la tristeza pintada en el rostro.
Tengo miedo de actuar, de decir las cosas, de herir…
A mí me hieren
Me hieren sin querer y queriendo
Y no hago nada.

Mi madre está muerta
de tristeza.
Todos estamos tristes
porque estamos
lejos de nuestro terruño,
nuestra casa.

Y los que están allá
están peor:
muertos entre rejas,
en la miseria,
odiando inevitablemente
esas torturas cotidianas
el pan diario
sin grasa y sin pan…

Pobres amigos,
pobres y grandes amigos,
pobres personas,
desilusionadas
a quienes no nos queda ya
en qué creer.



En la distancia

En la distancia mi familia se ve perfecta
en la distancia.
Todos me quieren, todos me lloran
en la distancia.

Los niños sonríen al lente y muestran sus juguetes,
los juguetes que yo misma les compré.

Las cartas sólo hablan bondades,
las cartas vienen perfumadas con aroma de arroz y de café.

Mi abuela se aprende mi nombre, ya no me confunde
en la distancia.

Mis tías se afilan los dientes
y envían sus medidas en un sobre de papel.

Mi abuelo desde el otro mundo sonríe a la cámara con sus dientes falsos
sonríe con una sonrisa que lo sabe todo desde su vejez.

Mi padre respira aliviado, ya no lo molesto
en la distancia.
Mi madre levanta el teléfono y al ver que soy yo comienza a llorar.

Mi madre tiene una lágrima siempre dispuesta a salir de su ojo
basta que suene el teléfono y suene el pito de larga distancia.
Mi vieja se traga la lágrima cuando yo le ladro en el auricular.
Y cuelga el teléfono triste, pero ya ha empezado la telenovela,
se sienta y olvida sus penas llorando las penas de los demás.

Mi perro ha olvidado mi esencia, ya no me recuerda
en la distancia.
Quizás una perra que vive al doblar ha captado toda su atención.

Mis amigos celebran igual que hacíamos antes
en la distancia.
Tal vez en medio de una fiesta aparezca mi nombre en la conversación.

Y yo desde el sueño dorado lloro sin que sepan
en la distancia.
Y escribo, y escribo y escribo como un buen conjuro
contra el olvido y la depresión.



A mi gente

Yo era como ustedes,
reía y caminaba como ustedes,
me pintaba las uñas y pedía
botella en las esquinas.

Creía ciegamente
que nuestro vino amargo,
nuestra caña de azúcar,
los habanos
(que aunque no soportaba por su olor
siempre sacaba en cajas clandestinas)
eran lo más sublime de esta tierra.

Me sabía el manual del buen cubano:
que si las playas, que si los paisajes,
que no había verdor como el de Cuba
ni arenas como las de Varadero,
y por supuesto estaba convencida
de que mi educación era la máxima
y que no había médicos competentes
ni hospitales tan buenos
como los de mi Cuba.

Con ese presupuesto,
sintiéndome orgullosa y millonaria
me alejé de mi centro
a una distancia donde no veía
el Malecón, el Morro, el Capitolio,
todo el anecdotario nacional,
ese muro invisible que no deja
mirar al horizonte.

Desde aquella distancia
Cuba era un punto minúsculo en el mapa,
una noticia al mes,
unas ofertas
de hotel con desayuno
y caras de mulatas sonrientes
bajo los cocoteros.

Tengo que confesar que me dolía
renunciar a mi esencia, a esos esquemas
que, poco a poco, fueron pareciendo
ingenuos, desfasados, fantasmales,
lejanos en el tiempo
y acaso ensoñaciones.

¿Qué hacer con mis nostalgias de boleros
y actos de patriotismo?
¿Cómo circunscribir tanta entropía
a un medio frío y austero?

La indigestión duró casi un quinquenio
en el que cometí varios dislates:
me aficioné a la música local
y puse en un altar a Silvio y Pablo
junto a David Calzado y los Van Van.

Con gusto sospechoso
creyendo que al hacerlo me llevaba
un pedazo de isla
adquirí souvenires de la feria:
(negritas con tabacos, tumbadoras,
maracas y bohíos con palmeras)
y decoré mi casa con aquellos
sucedáneos de arte nacional.

Me empeñé en cocinar arroz, frijoles
y esos tamales que nunca cuajaron.
Mi casa fue embajada y yo activista
de aquel estereotipo de supuesta
cubanía.

Pero nada es eterno como dicen
y a mí me fue picando poco a poco
el bicho venenoso de la duda.
Y comenzaron las comparaciones
en las que, hay que decirlo,
mi pequeña isla amada
quedaba en evidencia
o al menos en incómodo silencio.

Quizás fueron el tiempo y la distancia
que todo lo destruyen,
quizás fue poco a poco darme cuenta
de que sin mi moneda y mis regalos
mi familia apenas sobrevivía.
De que las teorías leninistas
no daban de comer, y para colmo
estaban desfasadas.

Y por más que quería conservar
esa idea romántica del pueblo
generoso y desinteresado,
solidario e internacionalista
los hechos se imponían dolorosos:
50 cuc de entrada al aeropuerto,
la cordial bienvenida,
el precio del soborno por dejarme
pasar mis baratijas,
pedacitos de amor empaquetados
con olor a jabón capitalista.
Media familia aquí y la otra parte
desparramada por la geografía.
Pero, ¿quién necesita de familia
si hay dignidad, salud y educación?

El mejor país del mundo reniega de sus hijos,
ese país que un día fue real
ahora vive de recuerdos y esperanzas,
subsiste de remesa familiar,
de ese dinero malo
que gano con sudor y con tristeza.

Si la doble moral alimentara
no haría falta luchar contra el bloqueo,
no harían falta inyecciones de dinero
sucio y capitalista.

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1 comentarios:

Ivis dijo...

Gracias a tí, Aguaya, por hacerme el honor de alojarlos aquí en este blog que trata sobre un tema que nos duele tanto a todos los que hemos emigrado. Saludos y gracias de nuevo.