martes, 29 de enero de 2008

Historias de Tania - Capítulo III

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(III)

–¡Tía, no me esperes! –gritó Tania desde la puerta, con medio cuerpo ya en la calle–. Yo como algo por ahí...

Tania vivía con su tía desde hacía unos cinco años. Se había ido de la casa de sus padres después de una de las tantas acaloradas discusiones con ellos. La convivencia era casi imposible y sus padres no entendían la independencia y libertad que ella necesitaba. Era una mujer hecha y derecha y todavía insistían en controlarle los pasos. Su tía política, primera esposa del hermano de su mamá (ya iba por la quinta) tenía un modesto apartamentico el cual le había ofrecido con cariño la noche que Tania llegó desperdigando lágrimas a trocha y mocha. Al día siguiente Tania echó sus pocas pertenencias en una maleta que otrora le sirviera para la escuelas al campo y se fue de la casa. La tía por lo menos respetaba el ámbito de su vida personal, conversaba con ella como una amiga y la entendía como mujer. Tania era una buena muchacha, sencilla, amable, además de su única familia en Cuba; el resto vivía en Miami.

La mamá de Tania llamaba a escondidas a su antigua cuñada para preguntar por su hija. Siempre terminaba con la misma frase “Esa muchachita no nos quiere hacer caso... ¡qué van a decir los vecinos!”. Después se lamentaba otros cinco minutos y se despedía. Ella era la de la Federación en la cuadra. No todos los cubanos y cubanas de la edad de Tania, con problemas generacionales similares o peores, tenían un lugar a donde ir. Tania era afortunada. Por eso recogió sus cosas y se fue, no sin antes llorar amargamente mientras le espetaba a sus padres que el Partido era el principal culpable de las discordancias en las familias cubanas por meter las narices en la vida privada de la gente, valiéndose para ello de dirigentes incapaces como Jorge, vecino además de su casa. La madre y el padre montaron en cólera e hincharon al unísono los orificios de las fosas nasales:

–¡Pues en esta casa mandamos nosotros y tú tienes que hacer lo que nosotros digamos, gústete o no!

Tania fue para su cuarto y se encerró. Salió media hora más tarde con su maleta a cuestas.

Cuando sonó el teléfono ya Tania se había bañado. Ponerse su vestido minifalda naranja claro, peinarse su abundante cabellera y maquillarse un poco la cara fueron rutinas que terminó en pocos minutos. A las 7:30 pm ya estaba en su semáforo lista para pedir botella. Ella era la única. La vacía esquina lucía disconforme a esa hora y ya no pasaba tanta gente ni caminando ni en sus carros. Ojos Bellos quedó en esperarla a un costado del Yara entre las 8 y las 8:30 de la noche. Tania asintió cuando él le preguntó si la hora le convenía.

Regla de oro número cuatro: los asiduos aduladores no dan botellas cuando sus esposas o parejas los acompañan. Así se le fueron dos “conocidos” con los cuales había cogido botellas la semana anterior. Por suerte venía un panelito a lo lejos y el chofer mismo se ofreció para llevarla hasta 23 y 26.

–Ya en 23 podrás coger cualquier cosa. Enseguida estarás en el Yara.

–Sí, cómo no, conozco el camino –le dijo Tania y se montó a su lado sin dejar de pensar en el encuentro en el Yara. “¿Le gustará mi vestido?, ¿le gustaré yo?”, cavilaba.

El recorrido por Santa Catalina, Boyeros hasta 26 y 26 misma fue rápido, casi no había tráfico a esa hora en la ciudad. Cuando iban dejando atrás el Cementerio Chino Tania se dispuso a agradecerle al chofer su amabilidad.

–Le agradezco mucho el haberme traído. Yo no me imaginé que iba a llegar tan temprano.

–Si venía en esta dirección no iba a gastar más gasolina con traerte –le respondió con una sonrisa–. Te dejaré en el semáforo antes de doblar a la izquierda en 23.

–Muchas gracias otra vez. No todo el mundo sube a una extraña a su carro –añadió Tania al tiempo que acomodaba su carterita con las llaves de la casa, diez pesos cubanos y un dólar que guardaba para casos de emergencia, como cuando no le quedaba mucho tiempo para llegar temprano a su trabajo. Hoy no, hoy era viernes por la noche y salía a pasear, no obstante prefirió dejar el amuleto americano, como lo llamaba, en su cartera.

Cuando el auto se detuvo completamente Tania giró su cuerpo hacia la derecha para abrir la puerta. La abrió sin dificultad (a veces era una aventura imposible) y puso su pie derecho en el asfalto mientras hacía fuerza con ambos gemelos para levantar su cuerpo del asiento, dándole la espalda al chofer. Sin tiempo para reaccionar sintió cómo la mano derecha de éste le tocaba agitada las entrepiernas y le introducía toscamente los dedos en su ropa interior, pasando dos de ellos por su sexo y recorriéndolo salvajemente hasta tocar el ano. Todo ocurrió en centésimas de segundo. Tanía logró cambiar el punto de apoyo y ya estaba parada en la calle, atónita, ida del mundo por un instante, aturdida, sin palabras.

–¿Te pensabas, putica, que te ibas a ir así como así? –le gritaba el grosero chofer con una mueca diabólica en la cara mientras se olía los dedos, húmedos del sexo de Tania.

–¡Maricón! –fue lo que respondió ella retrocediendo y alcanzando la acera, arreglándose su pieza de lencería que Mano Larga había dejado atascada entre sus nalgas.

Cambió la luz del semáforo, la puerta sonó y Mano Larga se alejó en su auto sin dejar de oler su mano derecha. A Tania le costó trabajo reaccionar, cruzar la calle y dirigirse hacia la nueva esquina donde tenía pensado volver a pedir botella. El corazón le latía desbocado y las orejas al rojo vivo lanzaban chispas en todas direcciones.

Regla de oro número cinco: de noche todos los gatos son pardos y algunos pueden arañarte. Nadie más se percató del incidente.
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