[Capítulos anteriores de esta blognovela:
I al XIII, en orden decreciente]
© flick/Larry Mastria(XIV)
Migue y Olguita llegaron por fin a la casa de ésta última. Él acomodó su mochila en la parrilla de la bicicleta que había dejado allí guardada, y ella le plantó a su primo el beso estruendoso de siempre seguido un largo “mua” al despegar los labios de la mejilla. Así hacía desde que era una niña. Esa era la despedida desde que jugaban a los pistoleros escondiéndose en los rincones de la casona de los abuelos comunes, cuando iban de vacaciones.
–Bueno, Migue, tú me llamas. Saluda a Tato de mi parte.
–Sí, mi prima. Tú vas a ver que seguro te llamo para darte buenas noticias. Todavía tienes que decidirte si entras o no en el negocio. Piénsalo con calma y avísame. Chao.
–Chao, mi primo.
Migue agarró el timón de la bicicleta, se impulsó con el pie izquierdo en la calle a la vez que pasaba el derecho en amplio círculo por encima del sillín y vino a sentarse correctamente un par de metros después. Olguita lo miraba alejarse mientras pensaba que nunca había podido montar una bicicleta así. En su casa le decían que eso era cosa de machos, que las niñas se montaban de otra manera. Ella lo llegó a intentar ocultamente pero siempre tenía miedo de caerse.
El recorrido desde la casa de Olguita hasta la de Migue duraba sólo tres minutos pedaleando; vivían muy cerca. La parte más pesada era la loma de la calle Serrano pero Migue prefería subirla una cuadra, desde la calle General Lee, antes que ir por las calles paralelas. Dejar rodar la bicicleta Serrano abajo era bastante peligroso pero el potente chorro de adrenalina que se sucedía le hacía muy bien de vez en cuando.
La mamá de Migue había dejado la puerta de la casa entreabierta y una taza plástica en el muro del portal, señal de que había alguien en casa y de que tenía
café de a peso. Zenaida colaba café mezclado con chícharos (nunca se lo pudo comprar “puro” a su proveedor de siempre) y lo vendía ilegalmente todos los días. Eso suavizaba un poco el hambre en la casa, así decía. Tenía muchos clientes fijos que se tomaban su buche de café mientras esperaban las guaguas en la parada de enfrente. Zenaida siempre miraba para todos lados para asegurarse, al menos durante unos segundos, de que nadie la vigilaba. Ya tenía suficiente con los envidiosos de la cuadra que la molestaban con comentarios insidiosos, sobre todo la mujer del de Vigilancia de la cuadra, pues sabía que su marido no sólo celebraba las ricas coladas de Zenaida sino también su escultural cuerpazo. De tal palo, tal astilla: Migue era un monumental varón habanero que dejaba con el cuello virado a la más exigente mujer.
–¡Mima, ya estoy aquí! –gritó Migue amarrando la bicicleta a la reja de la amplia ventana del portal–. ¿Me buscaste la cámara que te dije?
–Sí, mijo, aquí está. Mira la tijera, todo está encima de la mesita –respondió Zenaida mientras caminaba en dirección al portal con una cafetera en la mano.
Migue cogió las cosas, se dirigió a la cocina, cerró la llave de paso del agua que colgaba de la despintada pared del patiecito lateral y se dispuso a desmontar la llave del fregadero. Eso mismo era: la zapatilla estaba hecha un ripio y ni de muestra le servía para cortar otra nueva. Midió algunas distancias mentalmente y cortó con la tijera una nueva zapatilla de la cámara de goma de camión rota que guardaba su mamá para esas ocasiones. Pasó trabajo, pero logró abrir un hueco con la punta de un cuchillo en el medio de la pieza cortada. Tardó un par de minutos en adaptarla al mecanismo de la pila. “Estas pilas son una basura. Siempre mueren por el mismo lugar”. La liga que semiclausuró la pila defectuosa la guardó otra vez en la gaveta del closet. Zenaida ya podía fregar nuevamente sus tacitas desechables de café.
Un rato más tarde se despedía de su madre para ir a ver a Tato, que vivía cuatro casas al doblar de la esquina. Tato estaba en la acera raspando contra el piso una lata de cerveza Bucanero.
–Dime, Tato, ¿y eso? ¡qué ruido, compadre!
–¡Qué bolá, Migue! Na’, aquí, quitándole la tapa a la lata. La vieja no encuentra vasos de cristal en ninguna parte y se niega a tomar en los plásticos que venden los merolicos. Tengo que lijar bien esto porque quien pegue la boca aquí, la pierde. ¿En tu casa no usan las latas para tomar agua? Oye, son buenísimas, y si echas agua fría, se mantiene así un buen rato. Pa’l calor es lo mejor...
–Tato, yo quería saber si tu hermana te trae el encargo hoy o mañana.
–Me dijo que mañana, asere –contestó Tato sin hacer una pausa–.Vendrá por aquí con el niño a ver a la pura y me traerá eso. Así me dijo.
–Está bien. ¿Cuándo paso, por el mediodía?
–No, qué va, pa’llá pa’ las 5 ó 6 de la tarde.
–Ok, Tato, nos vemos entonces.
–¿Ya te vas Migue? ¿No quieres probar cómo sabe el agua en la latica? Mira que me está quedando buena...
–No, no, deja... es que estoy apurado.
–Bueno, chama, cuídate.
–Nos vemos, asere –se despidió Migue y salió disparado en dirección a la casa de Óskar. Esta vez el tramo a pedalear era mucho más largo.