
Cuando llegué a este país compraba desaforadamente cuanta carne, chocolates y "chucherías" descubría en los mercados, probaba toda fruta nueva que me cayera en las manos, le echaba hasta seis cuadritos de azúcar a un vaso de jugo, me daba gusto saboreando quesos, embutidos, yogurts, comidas en general, hasta que no me cabía un grano más de arroz en el estómago.
Pero poco a poco, con el paso del tiempo, se fueron aplacando esas ansias de comer todo lo que no comí en los 30 años que viví en Cuba (la sazón alemana ayudó: todavía hoy no me acaba de convencer). Lo cierto es que empecé a añorar un buen día a aquellas comidas que intenté desarraigar a la fuerza una vez puse un pie en Alemania. Quise comer nuevamente huevos y revoltillo. Me sorprendí comiendo harina de maíz y suspirando por el boniato hervido. Y ahora, ahora mismo me comería una ensalada fría como las que se hacían en los cumpleaños y fiestas cuando yo era niña, con coditos como los de la imagen arriba.
En el trabajo casi siempre pido el plato que no tenga carne. No soy vegetariana pero eso de que se me haga la boca aguas cuando hay puré de papas con dos huevos duros, y le pase por al lado a un bistec de puerco empanizado con papas fritas y ensalada no debe ser normal... ¿no creen?