
Hace un par de años unas amistades alemanas nos invitaron a mi esposo y a mí a comer en su casa. A ella le llevamos unas flores y a él, una botella de ron Havana Club que guardábamos para la ocasión. La comida no nos gustó mucho, para ser sinceros: no nos acabamos de acostumbrar a la sin-sazón alemana.
Cuando ya hacíamos la sobremesa y cada quien se había tomado sus jugos, refrescos, bebidas y licores, la conversación se tornó discusión al girar al tema Cuba después de. Nosotros insistíamos en que no éramos aun adivinos pero que el país, al punto que había llegado, necesitaba una fuerte sacudida en la economía, en la educación, en la salud, en... bueno, en muchas esferas.
Las preguntas y respuestas llovieron; el termómetro de la sala marcó más calor; y la dueña de la casa abandonó la finura y el porte para entrar de lleno en la discusión que ya sosteníamos. "El Capitalismo no va a traer nada bueno para Cuba. ¿Ustedes creen que estarán mejor que muchos países pobres de la región? Se les llenará aquello de McDonalds y Coca Colas a la semana...", nos dijo de pronto en tono de advertencia. "Ah, bueno, eso no sería mala idea: si garantizan la calidad que ya tienen en otros países y el precio, al menos el de Alemania, país del primer mundo, y no el de Cuba, a veces caro hasta para los mismos alemanes, muchos cubanos se alegrarían de poder comer las famosas hamburguesas y de probar (para muchos "nuevamente") una verdadera Coca Cola. Lo importante es que el cubano decida qué es lo que quiere para su país y no que lo decidan otros por él", dije.
Empezaron a hablar de pelota, como decimos en Cuba para cambiar de tema y, al rato, ya nos despedíamos de los anfitriones. Todavía no me explico cómo los que vivieron en la RDA no comprendan bien la necesidad de cambio que tenemos otros.