"Ha llorado... como una guanaja". Así decimos en Cuba cuando alguna persona llora a moco tendido por algo aparentemente sin importancia. Supongo viene el refrán del mismo físico de los guanajos (pavos) y cómo cuelgan de su cara y pico los famosos "mocos". El símil no se aplica 100% a mi caso pero algo más o menos así me sucedió cuando visité la tumba del Papa Juan Pablo II en la Basílica de San Pedro, en la Ciudad del Vaticano, a principios de marzo de este año. Ya les conté aquí en el blog sobre mis impresiones de la Plaza de San Pedro en dos posts anteriores (I y II) y pienso también hacerlo con las fotos que hice en el interior de la monumental iglesia, pero vayamos por partes.
No es que sea una llorona, pero la vez anterior fue cuando tuve delante mío, a menos de un metro de distancia, a la Mona Lisa, en el mismísimo Louvre. No sé qué me pasó... el corazón se soltó a correr en el momento que cruzaba el umbral de la sala donde estaba expuesta. Mi papá y mi esposo iban delante, yo me quedé algo atrás porque ya las mandíbulas me dolían de apretarlas y los ojos los tenía que no me dejaban ver. Y temblaba. Eso fue a principios de diciembre del 2005. Fue un viaje relámpago que sacamos con tan solo una semana de antelación para darle la sorpresa a mi papá. Dos días en París. Él acababa de llegar de Cuba, primera vez que podía visitarnos alguien de la familia. Yo tenía 5 meses de embarazo de la niña pero no lo sentí para nada durante las tantas horas de viaje en ómnibus. La emoción de poder ver la Mona Lisa con mis propios ojos evaporó todo lo demás...
La estación del Metro A de Roma más cercana a la Basílica de San Pedro es Ottaviano - San Pietro. Al salir a la superficie hay que caminar unas 3 cuadras por la Vía Ottaviano hasta llegar a una pequeña plaza (Piazza del Risorgimento) en la que hay que tener cuidado con los autos al cruzar la calle. Si no hay semáforo, Ud. cruce que los autos tienen que parar. Bueno, deben parar. Lo que quiero decir es que Ud. debe tomar la iniciativa e ir atento a los vehículos que se aproximan.
La foto siguiente la hice en esa plaza desde la que se puede ver el muro que rodea a la Ciudad del Vaticano. Hacia la derecha en esa esquina queda el Museo del Vaticano. Hacia la izquierda, la Plaza de San Pedro y la Basílica. Fíjense cuánta gente... los mismos que salieron del metro. Así que Ud. no tiene pérdida si no lleva un mapa en la mano: siga a la multitud.
Como también les conté, ese día estaba lloviendo muchísimo. A nosotros nos resultó difícil guiar el coche con los dos niños, aguantar las sombrillas y, además, tener a tiro la cámara fotográfica.
La columnata de la Plaza de San Pedro nos dió cobijo durante un rato. Así y todo, debajo del aguacerazo había muchas personas haciendo la cola para entrar a la Basílica.
Cuando aflojó un poco nosotros también la hicimos. Demoraba algo porque había que pasar todas las pertenencias por cámaras con rayos X, las mismas que hay en los aeropuertos. Allí le dijeron a mi esposo que no podía entrar su cuchilla suiza multifunción. Mira que intentó convencer al policía pero no, él dijo que no se podía hacer cargo, que si quería la podía dejar detrás de una columna o en otro lugar y recogerla a la salida. Reímos, claro. A otro con ese cuento. Dejamos la cuchilla y seguimos, lamentando de antemano la pérdida del primer regalo que le hice a mi esposo cuando vino para Alemania. Pero bueno, la impresionante fachada ya no quedaba tan lejos...
Justo a la derecha de la Basílica, vista de frente, por fuera, están el guardarropas y los baños, muy limpios, por cierto. Allí tuvimos que dejar el coche porque a la iglesia no puede entrarse con él. Tampoco se puede entrar ligeritos de ropa. Le advierto: no se le ocurra aparecerse por allí en shorts, camisetas o chancletas porque no lo van a dejar entrar.
Lo primero que hicimos entonces, después de subir la pequeña escalinata que da acceso a la entrada principal de la Basílica, fue entrar por su derecha...
...pero no a su interior inmediatamente sino a un patio a un costado. Por ahí se accede a la cúpula (descartado con el chiquillo en brazos y los innumerables escalones que nos esperaban) y a las grutas sacras donde se encuentran las tumbas de los Papas (por éstas nos decidimos).
Caminamos por unos estrechos pasillos adornados con frescos, lápidas y algunos sarcófagos de mármol preciosos. Allí, por ejemplo, está la tumba del Papa Paulo II (del 1480).
También por esa cripta subterránea se accede a la tumba de San Pedro pero para ello hay que solicitar un permiso con 20 días de antelación como mínimo.
De pronto mi esposo me da un codazo: no se podían hacer fotos. Yo apagué la cámara y la dejé colgada a mi cuello. Unos pasos más y ya a partir de ahí ni siquiera a escondidas se me ocurrió encender de nuevo la camarita. A la derecha estaba la tumba del Papa Juan Pablo II, la más bella, con flores de metal trabajadas con el mayor cuidado y arte. Una malanga había en una maceta pegada a la pared; otra planta similar en el otro extremo; algunas velas en preciosos candelabros. En el mismo pasillo pero a la izquierda, personas de pie de frente a la tumba, monjas arrodilladas, visitantes persignándose. Absoluto silencio. Unas 20 personas, calculo. Otras, caminando por el estrecho espacio entre la tumba y los fieles y curiosos, como nosotros. Yo tenía al niño cargado y las mandíbulas, otra vez, apretadas bien fuerte. Que se me salieran algunas lágrimas no me delataría: aún teníamos las caras húmedas por la lluvia. Un hombre me miró complaciente y comprendió mi emoción. Me quedé allí unos minutos, parada, mirando cada detalle, pensando en tantas cosas... No sé rezar, no sé ni persignarme, pero sí percibí lo sagrado del lugar y le dediqué todo mi respeto.
Mi esposo estaba con la niña unos metros más alante, subiendo unas escaleritas que daban a la sala principal de la Basílica, pero aquí hago un paréntesis y dejo los cuentos y las fotos para otros posts.
Al irnos de allí, unas dos horas más tarde, a donde primero quiso ir mi esposo fue a donde estaba el policía que nos revisó al pasar los rayos X. De él no nos acordábamos pero yo sí de la columna a qué altura de la columnata estaba. Y, sorpresa, ¡allí estaba la cuchilla!